Lionel Messi es el extraterrestre de la selección campeona del mundo. Dibu Martínez, un loco lindo que achica a los adversarios. Cuti Romero, un maestro del anticipo y también un asesino serial de tobillos rivales. Enzo Fernández y Mac Allister, los dos inesperados motores del equipo. Fideo Di María, una pesadilla para sus marcadores y el de los gritos más fuertes en finales. Julián Álvarez, un delantero goleador e insoportable que no para de presionar y correr. Todo eso ya se sabe y quedó marcado para la eternidad en el Mundial de Qatar 2022. Pero también hay un trabajo silencioso en la delegación argentina, como por ejemplo el de Matías Manna.
Matías nació en San Vicente, un pequeño pueblo santafesino del departamento Castellanos, a 180 kilómetros de Rosario. Es el mismo sitio en que nació Alejandro Fantino, pero hoy los sanvicentinos inflan el pecho por Manna, ese pibe tímido y obsesivo por el estudio que memorizaba nombres de jugadores desde las páginas de El Gráfico.
Desde muy joven, Manna se instaló en Rosario para estudiar algo relacionado con el fútbol, su gran pasión. Ya en aquellos años, comenzó a interesarse por un flaco español desgarbado y con poca pinta de futbolista, pero con una capacidad para analizar el fútbol que lo deslumbraba. Era nada más y nada menos que Pep Guardiola, el hombre que años después crearía la más perfecta máquina de jugar al fútbol, aquel Barcelona de Messi, Iniesta, Xavi Hernández.
De aquella fascinación de Matías nació Paradigma Guardiola, una producción teórica que se convirtió en libro y llegó a manos del propio Pep, quien invitó al joven santafesino a compartir unos días en La Masía. Aquello que era un sueño para Matías, se convertía de a poco en una dulce realidad.
Al mismo tiempo, Manna terminaba el posgrado de Comunicación Digital Interactiva en la UNR y empezaba a buscar espacios para volcar su tremenda capacidad. Colaboró en varias revistas y publicaciones y un día ofreció sus notas de análisis tácticos a Rosario3. Por supuesto, fueron aceptadas y durante varios meses la firma de Matías Manna jerarquizó al sitio digital de Televisión Litoral.
En esas columnas en Rosario3, Matías demostró -una vez más- su inusual virtud para descubrir nuevos talentos. Por ejemplo, escribió sobre las bondades del holandés Frankie de Jong y del uruguayo Federico Valverde, cuando todavía eran jovencitos que estaban lejos de las luces del Barcelona y el Real Madrid.
Matías dejó de escribir en Rosario3 porque tenía otros grandes proyectos: incorporarse como colaborador de Marcelo Bielsa en la selección de Chile, luego al de Jorge Sampaoli en La Roja, ya con el título de director técnico. Su función, desde ese entonces, fue la de analizar a los rivales para luego volcar toda la información al entrenador. A su juego, el de la obsesión y el estudio, lo llamaron.
Trabajó junto a Facundo Sava en San Martín de San Juan y en Unión de Santa Fe. Emigró a Arabia Saudita, en el equipo de Juan Antonio Pizzi. Se incorporó al proceso de Jorge Sampaoli en la selección argentina y Lionel Scaloni, cuando quedó como director técnico principal del seleccionado, no lo dejó escapar.
“Matías es una persona que está todo el tiempo buscando información, viendo jugadores, analizando a los potenciales rivales. Es una parte muy importante del cuerpo técnico y lo valoramos mucho. Me bombardea a mensajes je”, dijo Scaloni sobre él, con una broma sobre el final de su discurso.
Matías es ese muchacho rubio y flaquito, con cara de eterno niño pisando los 40, que aparece siempre en segundo plano, como analizando también a sus colegas. Ese que no se olvida nunca de saludar a los alumnos de su mamá, conocida en San Vicente como “la teacher” por su rol de docente de inglés. Tampoco se olvida de su club originario, el Bochófilo Bochazo. “Ahí aprendí a ser capitán, a perder, a entender a un entrenador o a un compañero que no juega. Ahí aprendí todo en el fútbol”, confió.
En el final del apoteótico partido ante Francia, se permitió sonreír y pidió que le saquen una foto con una bandera de San Vicente. Luego fue por más: besó la medalla que el presidente de la FIFA le colgó en el cuello y levantó la copa eterna que un rato antes había atesorado un tal Lionel Messi.
Hablé con Matías unos días antes de su partida a Qatar, porque ya sabía que una vez comenzado el Mundial, era mejor no molestarlo. Le pregunté cómo andaba. Me respondió que estaba bien, y al toque aprovechó para sacarme información de un cuatro de las inferiores de Newell’s y de un tres de la cantera de Central. Sonreí y pensé: “Este pibe es un campeón del mundo”.