Era la crisis de 2001 y Celia, recién separada y con una hija, buscaba un techo. Le dijeron que vendían casillas en un terreno que había sido tomado, en el extremo oeste de la ciudad. Celia llegó con sus ropas y muebles al lote que creía haber comprado pero el dueño le dijo que no, que él no lo había vendido. La habían estafado pero le ofrecieron otro espacio, ahí mismo, y entonces se quedó. No le sobraban alternativas.

La calle 1717 todavía no era calle sino un viejo baldío, ex zona de huertas a un costado de bulevar Seguí al 8000. Había sido usurpado por un grupo que después delimitó la zona en parcelas con cables. Celia y su hija tenían un ranchito pero ella, que trabajaba todo el día como empleada de casas particulares y en una bicicletería, ahorraba todo lo que podía para construir. Una semana compraba materiales y a la otra le pagaba a un albañil para avanzar: primero los cimientos de dos piezas y un baño. Después las paredes y el techo.

Patricio estaba recién llegado a la villa naciente con su novia Mirta. Venían de una casa en zona sur que les había dejado una tía pero mantenerla era demasiado caro. La malaria del inicio de siglo hacía difícil cualquier rebusque. Como Celia, él también hacía doble turno: albañil desde la mañana y cartonero a la tarde-noche. El salario de la construcción lo ahorraba y con la changa comían. Así compraron el terreno con una casilla en esa zona que le decían “Los Humitos”.

La leyenda de ese nombre dice que había un basural y como quemaban los desechos, flotaba una bruma permanente, como si un pequeño humo habitara en el lugar. Pero Patricio dice ahora, una tarde fría de mayo de 2024 que le cuenta su historia a Rosario3, que el origen es otro: “Cuando llegamos acá los terrenos se cercaban con alambre y con unas cañas, porque había un cañaveral grande y todos las sacaban de ahí. Hacían el cerco de su terreno con cañas y lo que sobraba lo prendían fuego. De ahí viene «Los Humitos»”.

Patricio y Celia entrelazan sus relatos porque ambas tramas se unen desde el inicio. El albañil que Celia contrataba hace 20 años era su actual vecino, que trabajaba por día, como un extra más y que pudo comprar el terreno que está enfrente. Son dos de las 140 familias que lograron primero pagar sus lotes en cuotas, entre 2013 y 2018, y que después iniciaron el proceso de escritura con apoyo municipal para ser propietarios.

Alan Monzón/Rosario3

 

Ese hilo entre ellos y otros vecinos explica cómo y por qué, aún con sus diferencias, se ayudaron y empujaron hasta este momento: una comunidad en acción. El anuncio oficial del proceso de regularización dominial se hizo en el Distrito Oeste el pasado 15 de mayo. Se trata de una experiencia única, posible gracias a un fideicomiso del Banco Municipal y la coordinación del Servicio Público de la Vivienda, y que llegará a 220 familias del barrio.

Es una prueba piloto que pretende extenderse a otros puntos de la ciudad. No es poco: pasaron de la irregularidad de comprar a ciegas a quienes tomaron un terreno, a pagarle en cuotas a los dueños privados con intermediación del Estado. Pero en el medio pasaron muchas cosas.

Desconfianzas, estafas y el abrazo del Estado

 

Celia es Dominga Celia Gómez, 58 años. No rige su memoria por las fechas calendario sino por la evolución de su hija: era una adolescente de 15 cuando se quedaron en la calle y hoy tiene 38. Ya pasaron 23 años desde que llegó a Los Humitos y todo era campo, barro y algunos caminitos que conectaban las parcelas nacientes.

“Llegamos y el lote estaba marcado por cuatro cables, de esos de televisión. Había cuatro o cinco familias establecidas, era una zona de quintas y se jugaba al fútbol también”, recuerda.

Patricio Mendoza y Mirta Almua apostaron a la casa propia cuando eran novios. No tenían plata pero sí ganas de trabajar y crecer. Hoy son padres de 43 y 40 años, con una nena de 17 y un nene de 12, dueños de una granja con pollería y heladería.

“No había trabajo en esa época pero dijimos: «Vamos a comprar un terreno». Ganaba 10 pesos por día como albañil y a la tarde salía a juntar cartones para vender, a 25 centavos. Así juntamos para el lote con un rancho sin baño, eran todas casitas de chapa prolijamente divididas. Salía 600 pesos, pagamos 200 y el resto en cuotas”, cuenta Patricio.

Cuando dicen que “compraron” en realidad lo hicieron sin papeles porque los dueños legítimos de esa tierra padecieron una usurpación. Esa génesis irregular se extendió y ramificó en el tiempo. Primero con algunas estafas y después con la imposibilidad de conseguir una escritura, poder pedir los servicios, reclamar la llegada de agua o cloacas: ser reconocidos como un barrio. En los extremos del proceso quedaron las víctimas, desconectadas.

La anfitriona del encuentro con Rosario3 es Estela Quiñones, la última de los presentes en llegar con su familia a la calle 1717, que hace unos años cambió a “Eduardo Angel Isern”. Estela también compró una casilla en un baldío hace 15 años y con el tiempo construyó su casa de material.

A diferencia de Celia, ella recuerda con precisión cuando canceló la primera cuota para comprar su inmueble, por segunda vez y ante un organismo oficial. Dice: “El 14 de diciembre de 2013, día de mi cumpleaños”. Al rato trae el papel con el sello de la Municipalidad de Rosario, el importe por 1853,76 pesos y la fecha citada.

Alan Monzón/Rosario3

 

La mayoría de los vecinos entraron a un plan de cuotas durante los años 2013 (se crea el fideicomiso) y 2018. Muchos se demoraron por las dificultades económicas, otros dejaron de creer que tener una escritura formal fuera posible: “Nos hacía ruido porque algunos decían que nos iban a venir a sacar de acá: «¿Para qué pagás si te van a sacar?»”.

Esa desconfianza, alimentada por un camino de desencuentros, fue posible quebrar con la intervención del Estado. Hace más de 15 años comenzaron las reuniones entre un grupo de vecinos, la asociación Paloma de Paz y el Servicio Público de la Vivienda (SPV). El Estado, como articulador y garantía, permitió crear un puente con los dueños del terreno y un fideicomiso en el Banco Municipal.

“Después de aquellas primeras reuniones en 2007 y 2008 empezamos a venir al barrio. Recorríamos casa por casa para explicar la situación. Fue muy difícil pero logramos armar un proyecto para regularizar a futuro y de a poco se fueron sumando”, define Lorena Nievas Lanza, arquitecta y funcionaria, en aquel momento en el SPV y ahora coordinadora de Obras Públicas.

El sector comprende desde Seguí, calle 1722, Isern (ex 1717) y Hna. Paula, hasta el paredón que linda con el club Loma Negra. Unas seis manzanas (o cuatro con dos mitades) que se dividieron en 226 lotes que van de 100 a 300 metros cuadrados.

La mano invisible del mercado fue perfectamente invisible ese tiempo, salvo por la de algunos vivos que aprovecharon el vacío para hacer negocios. Fue el Estado, con su poder regulador y su permanencia en el tiempo, el que resolvió el problema de fondo.

Lo que falta y la comunidad

 

El viernes pasado las autoridades de vivienda le pidieron a los vecinos los papeles necesarios para armar un legajo y avanzar con la escritura. Unos días antes, el miércoles 15, se realizó el acto que encabezó el intendente Pablo Javkin. “Este ejemplo de Los Humitos queremos que se contagie a muchos otros lugares de la ciudad”, expresó el actual jefe del Palacio de Los Leones y reconoció el trabajo de las administraciones anteriores. 

“El próximo paso lo daremos el viernes 7 de junio cuando volvamos al barrio a entregar las escrituras testimoniales y luego estarán las definitivas”, afirmó Ignacio Noble, vicepresidente del Directorio del Servicio Público de la Vivienda y el Hábitat, ante la mirada atenta de los vecinos.

La escritura, sustento de la formalización del barrio como tal, habilita un segundo paso. “¡Queremos agua! Necesitamos que llegue el agua potable”, demanda Patricio y Celia asiente. Dos veces por semana pasa el camión con una cuba. Ella carga dos tanques de 600 litros, uno para cada casa. Dividió su inmueble en dos porque su hija, aquella adolescente que ahora es una mujer con esposo, tuvo que volver. Esa pareja se quedó sin un lugar para vivir. De 2001 a Javier Milei, un círculo (o varios) de crisis.

Ahora la charla se anima en la casa de Estela:

–El agua de pozo es un problema, el sarro me rompió un lavarropa.

–Lo bueno sería abrir la canilla y que salga agua –suma Mirta como una revelación.

–También queremos asfalto –agrega Patricio.

–El asfalto es un lujo pero el agua es una necesidad –remarca Celia y quiere decir algo más con la mirada. En el monte de Villa Ana, norte de Santa Fe, de niña tomaba agua de lluvia, cuando había.

–Después de pagar impuestos, de conseguir agua y gas, yo quiero el pavimento –insiste el dueño de la granja de la cuadra.

Alan Monzón/Rosario3

 

Noble, el funcionario municipal, aclara que con la regularización del barrio se podrá avanzar con el tendido de agua que hoy llega hasta barrio Godoy y Cabín 9. Y, después, pasar del rap (un asfalto reciclado) al pavimento.

Los vecinos salen a la calle (1717 o Isern) y posan para las fotos en el frente de sus viviendas. Al quedar desocupada, Celia montó la venta de artículos de limpieza pero hace unos meses que “se siente mucho” la caída del consumo. Antes cargaban la botella de detergente, ahora llevan un cuarto por 200 o 300 pesos.

Alan Monzón/Rosario3

 

Patricio y Mirta se juntan y miran a cámara. Atrás, al 7983, su negocio y casa que podrán dejarle a sus hijos. “Es muy importante la escritura. Sino es como comprar un auto y no hacer la transferencia. ¡Ahora es mía papi!”, celebra él como en un sapucai corto y repentino (integra el grupo de chamamé Tus Amigos, que ensayan ahí mismo).

“Sí, estamos contentos y más tranquilos”, suma Mirta y a coro resumen lo complejo y necesario que es vivir en comunidad: “Si hubiésemos pagados todos antes esto habría salido más rápido, pero es difícil porque cada familia es una historia, pero nos pusimos de acuerdo porque necesitás de tu vecinos y lo logramos”.