No es ahí. El pozo está hecho bien enfrente del mural recién terminado y el árbol, cuando crezca, dentro de muchos años, lo va a tapar. Cuesta imaginar la escena porque el cantero sobre la vereda de la escuela está pelado y no hay nada verde que eclipse el recuerdo de Maite Gálvez. Pero Laura Ortigoza lo ve claro como si estuviese pasando ahora mismo.
–No, ahí no, ahí no –le dice Laura decidida pero amable a Pablo, el coordinador de la cuadrilla de Parques y Paseos que, pala en mano, prepara los huecos donde serán plantados los lapachos dentro de un rato.
–¿Qué pasa? –se acerca el empleado municipal.
–Va a tapar el mural, ¿no lo podemos poner a un costado?
Son las 9.20 del jueves y empieza un debate para mudar el pozo. Prueban hacia la derecha, sin llegar a obstaculizar el ingreso de la escuela inicial 1315 Itatí de la zona noroeste de Rosario. Hay demasiados escombros. El árbol no va a prosperar, aclara Pablo. Desplazan un poco la ubicación y retoman la tarea.
Laura cruza la plaza y vuelve a su lugar: “La huerta de La Feli”. Un rincón verde único sobre Molina y Calfucurá, en barrio La Cerámica.
Preparan una jornada que conjugará tres capas: la plantación de árboles del proyecto Jóvenes en Acción Climática; el trabajo realizado desde la huerta; y el reclamo de memoria y justicia por dos adolescentes asesinados en mayo de 2023 (en medio de un “toque de queda” narco que inundó las calles de temor con cuatro ejecuciones en una semana).
Los crímenes
Maite le insiste a Natalia Machuca como solo una chica de 14 años le puede insistir a una madre cuando quiere algo. Es la tardecita del sábado 13 de mayo de 2023 y quiere ir a la heladería sobre calle Baigorria. Como la mamá no la deja, le pide, le pregunta, la acusa: ¿por qué ella no puede salir y su hermano más grande sí?
Natalia la reta: “¿Estás loca con todo lo que está pasando?”. Le explica que la calle es peligrosa, que no se puede salir de noche y ya está por oscurecer. Dos días antes, el jueves, mataron a balazos a Luis Alberto Gómez, de 36 años, cuando tomaba una cerveza en Unión al 2800. Y el miércoles la víctima fue Jeremías “Benjamín” López, de 15, en la vereda de Siripo al 1400, a la vuelta.
Maite no logra que la mamá le permita ir a Tuti Frutti, a unas siete cuadras, pero sí dar una vuelta a la manzana en bici. Se junta con su amigo Máximo Luján, de 13. Van de Vieytes y Unión, hasta Medrano y Siripo.
Al rato, Natalia sale a despedir a unos familiares. Se hace de noche y todos cumplen el mandato de encerrarse. Una orden no dicha pero construida por rumores, audios y amenazas. Ese relato difuso dice que entraron a robar droga en una casa y la banda narco damnificada prometió una venganza que no está clara contra quién es.
Minutos antes de las 20 se escuchan gritos. Le dicen que Maxi fue herido. Natalia corre a buscar a la mamá del chico. En la carrera alguien le avisa que Maite fue atacada. La encuentra tirada, detrás de un árbol, como si hubiese intentado protegerse de los tiros que salieron de un auto blanco con entre tres y cuatro ocupantes. La nena le dice que le arde el brazo, que no puede respirar. Tiene tres tiros y otro en el pecho. La llevan en auto al hospital Alberdi.
Cuando llegan, los médicos buscan reanimar a Maxi. Maite lo ve. Pide a gritos que lo salven. Al rato, las heridas también son demasiado para ella. Los dos amigos pierden la vida esa noche.
La terapia
Dos años y cinco meses después, minutos antes de plantar un árbol por su hija, Natalia se reprocha cosas de esos últimos minutos con Maite. “¿Por qué no le pregunté si conocía a los que le tiraron?”, dice la mujer de 38 años mientras recuerda. También especula: si hubieran cortado calles a lo mejor alguien se habría movido un poco más por su caso. “No hicimos quilombo nosotros. ¿Pero qué vamos a hacer si estábamos todos con miedo? Uno está en shock en ese momento y después reacciona”, plantea y se responde al mismo tiempo.
“Seguí la vida por mis hijos (que hoy tienen 19, 13 y 3 años), la nena más chica era una bebé de un año y meses”, agrega.
Aunque le duele, y eso aparece entre lágrimas y un relato entrecortado, le hace bien hablar. Primero para pedir justicia porque los homicidios de Maite y Maxi siguen impunes. No hubo avances concretos en la causa a pesar de que los cuatro crímenes en menos de una semana estarían vinculados. Se repiten las zonas, el auto blanco y todos apuntan a la violencia que emana del narcomenudeo y el control del territorio. Pasaron tres fiscales y no hay imputados: “Todavía estoy esperando que un día me llamen”.
Hablar también la ayuda a transitar la angustia. Natalia tuvo una primera etapa en donde reclamaba a los investigadores y sufría por la falta de certezas. “Desamparada”, es la palabra que usa. Tuvo problemas de presión. Acaba de volver del hospital por ese tema. Se apuró para llegar a tiempo al acto de este jueves a las 10. La psicóloga del Centro Cuidar le sugirió sumarse al taller de huerta y ahí encontró una terapia luminosa.
Los martes, jueves y viernes a la tarde recorre los bancales de “La huerta de La Feli”. Riega las verduras. Prepara plantines para la venta. Arma los paquetes de acelga o lechuga recién cosechada. Es parte de algo que empezó antes que ella y que la excede, un proyecto colectivo. Con este grupo que forma parte del programa Nueva Oportunidad y otras ayudas, diseñaron y pintaron el mural que ya está listo a una cuadra, del otro lado de la plaza y sobre la pared de la escuela.
El lapacho
A las 10.20, Natalia se para de espaldas al mural con un lapacho rosado y el recuerdo de su hija Maite. Lo empezaron a dibujar el lunes y lo terminaron de colorear el miércoles. Frente a ella, el pozo donde plantarán un ejemplar de esa especie que ella eligió de forma particular. Lo explica en el acto con amigos, familiares y vecinos.
–El lapacho crece aunque la tierra esté seca o haga frío, siempre florece, sale donde sea que esté.
–Te representa Nati.
–Sí, sí, es fuerte el lapacho.
Laura cuenta que desde “La huerta de La Feli” ganaron una beca del Fondo de Jóvenes en Acción Climática, de Bloomberg Philanthropies, Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (CGLU) y la Municipalidad. Hicieron capacitaciones sobre la importancia de los árboles y ahora plantan frente a la escuela donde Maite hizo la primaria.
–Desde salita de 4 nos acompañó y egresó de séptimo grado en 2022. Era una excelente alumna y muy buena persona –se suma Marina Fernández, la directora.
–Todavía no tengo justicia pero no la voy a olvidar y mientras yo la recuerde ella va a estar –replica Natalia emocionada.
–Necesitamos la justicia que sana el corazón –agrega Laura.
Aplauden. La mamá se acerca al lapacho plantado y le pone tierra al pozo con una pala. Luciano, el abuelo de Maite que la lleva en forma de ángel en la remera, completa la tarea. El joven ejemplar tiene una guía de madera para crecer derecho. El árbol y el palo están atados por una cinta roja y blanca que parece simbólica: “Peligro”, repite una y otra vez.
La cuadrilla de Parques y Paseos sigue con el resto de la cuadra: trajeron en el camión 40 lapachos rosados y cinco amarillos como parte de una jornada que incluye esta actividad pero es más amplia.
El segundo acto, pasadas las 10.30, es frente al jardín de Calfucurá y Ongamira, una guardería de la organización Aldeas Infantiles. Hay que atravesar un minibasural caótico, con las bolsas desparramadas de vereda a vereda y algunos sillones y muebles abandonados.
Antes de plantar los árboles, las flores y las aromáticas en un cantero, Aldana Galván, del grupo de jóvenes de la huerta, habla del sentido del proyecto ante un auditorio en silencio: doce niños y niñas se sentaron en la puerta con cara de sorpresa o de susto (menos un pillo que anda de un lado para el otro con un mate entre manos).
–Los árboles nos dan buen aire y sombra. Y acá están ellos que son nuestro futuro. Los van a ver crecer y así sus hijos.
Walter Griva, el ingeniero agrónomo que coordina el taller de huerta de Nueva Oportunidad, agrega que los lapachos despliegan su color en el gris del invierno, aportan oxígeno y también absorción del agua, algo clave para las inundaciones en las ciudades, y también un lugar donde los pájaros pueden crecer. Habla de apropiarse de los espacios y cuidarlos.
Ahora llega Nadia, de 34 años, la mamá de Maxi. Repite el pedido de justicia que ya hizo Natalia. Pero suma un reclamo. Fiscalía se llevó su celular y el de su hijo para la investigación hace dos años. “Me dijeron que era por tres meses y todavía no me lo devolvieron. Tengo fotos y videos de él, incluso andando en bici con mi hijo más chico cuando venían por esta callecita al jardín”, dice.
La desigualdad asume múltiples formas en la ciudad. A veces se puede medir en bienes materiales o en acceso a los servicios, y otras en una madre que ya no habla de la impunidad sino de recuperar al menos una foto de su hijo asesinado.
La Feli
Hay hileras verdes recién regadas, frescas, de lechuga, acelga, apio, espinaca, puerro, repollo. Una variedad de aromáticas y medicinales, desde cola de caballo a menta. Las frutillas rojas en tres macetas asoman como un logro reciente. Al fondo, un cartón sobre un cajón de madera indica la propiedad y la fecha del compost que se cocina lento: “Carlos. 30/09/2025”.
Walter, el ingeniero agrónomo, enumera la biodiversidad del lugar que crece sin agroquímicos. Los frutales: limas, moras, nísperos, mandarinas, naranjas, pomelos, higos, sandía, melón y hasta membrillos que usan para preparar su propio dulce. Rodean los ceibos, sauces, aromitos, espinillos, algarrobo y, en el centro, un palo borracho de unos 30 años. Una evidencia de la antigüedad del espacio que empezó a construir Feliza Valenzuela Ortigoza, una referente del barrio y de la agricultura urbana, junto a otros maestros como Antonio Lattuca.
Feliza nació en Goya, Corrientes, y migró a Rosario de joven, con todo el saber de aquellos lugares. Recuperó el terreno abandonado a fines del siglo pasado y lo transformó en una huerta orgánica autogestionada.
Falleció en la pandemia de 2020, un 10 de octubre, hace cinco años. “Tenía 82 años, pasó al coronavirus y los médicos estaban sorprendidos. Ella nunca tomó ni una aspirina, siempre con sus plantas medicinales. Pero cuando la pasaron a una sala común se enfermó por un virus intrahospitalario”, cuenta Laura.
Su hija Roxana tomó la posta pero murió en una segunda oleada de covid, en 2021. Entonces, Laura asumió la tarea y desde entonces encabeza el proyecto que fue narrado en detalle por Enredando y, antes, en Rosario12. La mujer de 58 años dice que aprendió mucho y que ahora entiende porque la madre le dedicaba tanto tiempo a la huerta, al oasis de La Cerámica que ayuda a sanar.


