Con la decisión de avanzar hacia el corazón de la Franja y dejar abierta la posibilidad de controlar todo el territorio, Benjamin Netanyahu ha colocado a Israel al borde de un abismo calculado: un salto planificado con la mira puesta en destruir a Hamas, recuperar a los rehenes y redibujar el mapa de seguridad regional. La operación no es solo una maniobra militar. Es una declaración política y un desafío geoestratégico lanzado al mundo entero.

Sobre el papel, el plan parece simple y contundente: aniquilar la infraestructura del enemigo, traer de vuelta a los cautivos -vivos o muertos- y establecer un perímetro que proyecte fuerza dentro y fuera de las fronteras israelíes. Pero detrás de esa claridad aparente se esconde un precio altísimo, uno que amenaza con convertir cualquier victoria en una derrota de largo alcance.

Entre las ventajas estratégicas de esta operación -aprobada por el gabinete israelí- se podrían contar las siguientes:

En el plano táctico, la ocupación de centros urbanos busca asfixiar a Hamas en su propio terreno: cortar sus rutas, destruir su infraestructura subterránea y obligarlo a operar en condiciones adversas. Esto dificultará su libertad de maniobra y degradará su capacidad operativa y logística. Es algo que Israel ya ha venido haciendo.

Al mismo tiempo, la amenaza o ejecución de una ofensiva de gran escala se convierte en una carta negociadora: presiona al adversario para ceder posiciones en la negociación por los rehenes o al menos eso es lo que espera el gabinete.


Un objetivo que, al menos en la narrativa oficial, justifica la dureza de la operación. Hacia adentro, el impacto es inmediato: el núcleo duro de su electorado recibe el mensaje de determinación y “cero concesiones” como una reparación simbólica después del trauma del 7 de octubre.

Y en el tablero regional, el control temporal de Gaza abriría la posibilidad de instalar una administración interina compuesta por actores árabes “amigables”, una jugada que algunos analistas leen como el verdadero objetivo político-militar de esta ofensiva.

Pero cada una de estas ventajas lleva adosado un costo que puede vaciar de sentido la victoria. Entre los riesgos inmediatos se podrían contar los siguientes:

El peligro más obvio es el de los rehenes. Las operaciones en zonas donde se sospecha que hay cautivos incrementan el riesgo de ejecuciones por parte de milicias. Familias de rehenes y mandos militares lo han advertido. Ese coste político y humano borraría cualquier éxito táctico.

La ofensiva, además, se da en un contexto humanitario límite. Hospitales colapsados, hambre extrema, millones de desplazados. Una escalada urbana en esas condiciones sólo aumentará las muertes civiles, provocará una condena internacional masiva y erosionará la legitimidad de Israel. La ONU y altos cargos internacionales han pedido detener el plan.

Las Fuerzas de Defensa de Israel tampoco salen indemnes. La guerra urbana implica bajas elevadas, desgaste material y moral, y una presión constante sobre un ejército que ya ha expresado reservas sobre la carga que significará sostener esta operación. El Estado Mayor mostró resistencia y preocupación. El precio en vidas militares podría ser políticamente insoportable.

Además, la continuación de esta guerra asimétrica prolongada no elimina la posibilidad de insurgencia. La experiencia histórica muestra que ocupar no es lo mismo que pacificar: el enemigo se disuelve, regresa y prolonga el conflicto. Es una trampa de rentabilidad estratégica nula.

En el plano diplomático, las grietas son cada vez más visibles y profundas. Alemania, uno de los proveedores históricos de armamento y tecnología militar, ha suspendido exportaciones destinadas a su uso en Gaza, marcando un precedente incómodo para Israel.

En tanto Francia y España han endurecido su retórica, advirtiendo que la continuidad o intensificación de la ofensiva abriría la puerta a sanciones y restricciones comerciales. Irlanda y Noruega ya han llevado el reclamo al terreno político, presionando dentro de la Unión Europea para imponer medidas concretas. Incluso el Reino Unido, habitualmente alineado con Washington y Tel Aviv, ha comenzado a exigir garantías sobre la protección de civiles y el cumplimiento del derecho internacional.

A esto se suman las implicaciones legales. Los movimientos actuales de Israel en Gaza podrían entrar en conflicto directo con fallos previos de la Corte Internacional de Justicia y con resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, especialmente en lo relativo a la protección de civiles y la prohibición de castigos colectivos.

Este tipo de infracciones no se queda en el plano simbólico: alimenta causas judiciales que ya se tramitan en La Haya y que podrían derivar en órdenes vinculantes, sanciones económicas coordinadas e incluso en el congelamiento de activos en el extranjero.

Si la estrategia del gobierno de Netanyahu se tradujera en un balance contable, los pasivos superarían los activos a menos que el gabinete acompañe la operación con: (a) un plan internacional creíble de administración transitoria, (b) medidas efectivas para proteger a los rehenes, (c) una apertura humanitaria real, inmediata y verificable y (d) un umbral claro de retirada.

Sin esos cuatro elementos, la ocupación será una victoria pírrica que dejará a Israel más débil en la región y en la escena global.

De todas maneras, más allá del plan de Netanyahu y sus posibles resultados, será muy dificil borrar el legado que esta guerra está dejando. Mientras dos decenas de rehenes siguen en manos de Hamas y en riesgo permanente, más de dos millones de personas sufren una terrible hambruna que en miles de niños es irrecuperable de por vida. No son solo edificios los que caen, es una población entera.

Y cada día que la ofensiva se prolonga, se agrava la agonía para quienes se encuentran entre los muros de Gaza. Porque más allá de tanta crueldad, no existe en el mundo ningún perímetro de seguridad que blinde a Israel del juicio moral y político que se avecina si, en el intento de derrotar a Hamas, deja tras de sí un gigantesco cementerio de inocentes. En un lugar, donde la vida misma se ha vuelto una forma de resistencia y donde las infancias se desvanecen antes de aprender a soñar.