“¡Pásalos por arriba, Crespito! Agarrás la pelota y al central que te sale lo pasas por arriba, animal. ¡Con todo!”.
Crespito era Agustín, uno de los pibes de aquella 98 que había dirigido en el baby y que ahora tomaba en inferiores en edad de octava. Buenazo, bebote inocente, casi torpe. Cumplió. En un amistoso contra Ñuls no solo atropelló al central por arriba sino que terminó en un golazo. Cruzó la cancha corriendo y me abrazó haciéndome emocionar a mí y a sus compañeros.
Podía, el profe pedía y él hacía.
Perdimos varios partidos y vino otro técnico siguiendo las inapelables leyes del fútbol, pero la vida volvió a cruzarnos. Un par de años después fui a dar una charla a adolescentes del colegio Latinoamericano y estaba sentado en segunda fila. “¡Crespito!”, exclamé, y la clase estalló en una risa general. Evidentemente había adelantado a sus compañeros que venía su antiguo técnico y el apodo que le había puesto.
Llovían las preguntas.
—Concejal, ¿era bueno este? ¿Por qué Crespito.
Lo elogié con indulgencia y expliqué que era parecido físicamente y en la potencia. Él, con modales finos, agradeció mis palabras en un par de gestos. Luego la vida siguió y le perdí el rastro a esa camada de pibes, más allá de algún contacto casual.
Ya en estos tiempos macabros para la ciudad suelo leer las crónicas duras. Hace un tiempo me anoticié de que un joven, titular de un broker de seguros, había sido detenido, condenado y enviado a Coronda por tráfico de drogas. Repasé mecánicamente los nombres y me encontré con Agustín de la Encina. Busqué la edad y también coincidía y pensé amargamente cómo podía haberse metido en eso, pero a la vez con una sensación tonta hasta creí que quizás la pérdida de la libertad le “enseñaría” y no volvería a hacer boludeces.
El tiempo pasó y en este arranque violento de año, que disipó como una tormenta de verano la sensación de pax romana sobre la que volvimos a respirar los rosarinos en los últimos meses, escuché al pasar que habían matado a un recluso en Piñero.
Dos días después otra noticia detallaba las particularidades del asesinado en Piñeiro o algo así. Quizás ello me llevó a abrir el enlace. Era Agustín, Crespito, muerto en una emboscada a facazos. La nota era profunda, contaba que había sido transferido de Coronda a allí, que desde la cárcel había dirigido operaciones millonarias de tráfico de drogas, que había fracasado en una entrega perdiendo un cargamento de gente poderosa vinculada al clan Alvarado, lo que aparentemente había firmado su sentencia de muerte.
Pero además la nota detallaba que Agustín había ordenado el asesinato de una mujer que le debía dinero.
Ya no era aquel pibe que había conocido: “un pibito incapaz de hacer un foul en una cancha de fútbol”.
Igual me invadió una profunda pena, dolor, bronca. Qué tipo de monstruo se viene tragando a muchos de nuestros jóvenes. Qué argumentos encuentran los chicos para abrazarse a la muerte y a su juego como regla de vida. En la exclusión total parece más fácil encontrarlos.
Ahora en casos así es más difícil. La muerte y su fascinación, el ascenso social rápido, el querer ser un personaje de serie, querer acumular dinero en poco tiempo, aun para el que no tiene carencias a la vista.
No tengo las respuestas. Y aún más preguntas.
Pero me quedo con el otro y no con esta bestia a la que el mundo del tráfico le robó el corazón y la vida.
Con Crespito, el pibe bonachón, el toro que encaraba centrales y los pasaba por arriba. El de la sonrisa compradora que llegaba una vez que rompía la timidez.
Entre aquel y el que murió en el patio de la cárcel está la tragedia que enluta a la ciudad. ¿Qué hacer? Solo me queda abrazar a su familia. Y a su mejor recuerdo.
Carlos Comi