Este viernes, Donald Trump presentó la nueva Doctrina de Seguridad Nacional de los Estados Unidos. El anuncio no fue un trámite técnico ni un gesto simbólico: fue una declaración de poder. En ese documento, Washington redefine enemigos, prioridades, aliados y zonas de interés estratégico. Pero, sobre todo, redefine algo más profundo: el modo en que piensa el mundo.

Se asiste a una reconfiguración profunda del orden internacional. El multilateralismo retrocede, la cooperación pierde centralidad y las esferas de influencia vuelven a organizar el planeta. En ese giro, América Latina deja de ser periferia diplomática y vuelve a ser territorio central de disputa.

La piedra angular de este replanteo es el regreso explícito de la Doctrina Monroe. Nacida en 1823, en pleno siglo XIX, cuando Estados Unidos aún consolidaba su propio Estado nacional, aquella doctrina advertía a las potencias europeas que el continente americano quedaba fuera de su expansión colonial, bajo una consigna que resumía toda una visión del mundo: “América para los americanos”.

Con el tiempo dejó de ser una herramienta defensiva y se convirtió en un instrumento de proyección hegemónica. Intervenciones militares, tutelajes políticos, presiones económicas y golpes de Estado -de Guatemala a Chile, de Brasil a la Argentina- se hicieron bajo su sombra. En el caso argentino, el golpe de 1976 quedó inscripto de lleno en esa arquitectura regional del terror que fue el Plan Cóndor. Hoy esa lógica regresa, ya sin pudor histórico ni retórica emancipadora: regresa como doctrina de control geopolítico del hemisferio.

En un giro que combina relectura histórica y hegemonía, Estados Unidos vuelve al siglo XIX para ordenar el siglo XXI.

Es necesario tener en cuenta que tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas y al Pentágono, América Latina salió del centro de la agenda de seguridad de Estados Unidos. Washington redirigió su mirada hacia Medio Oriente y Asia bajo la bandera de la “guerra global contra el terrorismo”. Ese corrimiento abrió un paréntesis: se redujo la intervención directa en el hemisferio, aunque las estructuras de influencia permanecieron activas en segundo plano.

Ahora, la nueva arquitectura estratégica estadounidense desplaza su foco nuevamente hacia su histórico “patio trasero”, una expresión brutal con la que durante más de un siglo designó al conjunto de países de América Latina. La región deja de ser “región asociada” para convertirse en espacio vital.

El concepto no es simbólico: implica que puertos, infraestructura energética, telecomunicaciones, minerales críticos, reservas de agua, alimentos, redes digitales y logística pasen a ser considerados activos de seguridad nacional para Estados Unidos. En términos políticos, eso equivale a un recorte estructural de soberanía para los Estados latinoamericanos, que verán reducido su margen de decisión en sectores estratégicos.

El adversario estratégico al que está dirigida esta doctrina es inequívoco: China. Todo lo que el gigante asiático construyó en los últimos 20 años en la región ahora es interpretado como una amenaza directa a la seguridad de Estados Unidos. Ya no como competencia legítima, sino como penetración estratégica.

Esto significa que Washington ya no intenta limitar a Pekín sólo en Asia ni sólo en el comercio global. Busca bloquear su expansión territorial, financiera y tecnológica en América Latina.

A partir de ahora, el mensaje para los gobiernos latinoamericanos es concluyente: no se puede estar bien con ambos. El alineamiento con Washington trae inversiones, cooperación en seguridad, respaldo político, financiamiento y acceso preferencial a mercados. Pero también trae una condición central: desconectar progresivamente los vínculos estructurales con China.

El continente latinoamericano vuelve a entrar en una lógica de bloques. No por ideología, sino por estructura. No se discute si es socialismo o capitalismo. Se define por quién controla los flujos del siglo XXI: datos, energía, minerales, alimentos, rutas y financiamiento.

Resistir ese alineamiento conserva márgenes de autonomía formal, pero conlleva costo económico, financiero y diplomático. La neutralidad estratégica, en este nuevo orden, deja de existir como opción estable.

En este tablero, Argentina ocupa un lugar frágil. Su debilidad económica la convierte en un país altamente influenciable. El alineamiento con Estados Unidos puede garantizar respaldo financiero, acceso a tecnología, aval en organismos internacionales y cooperación en seguridad.

Pero la contrapartida es severa: revisar el vínculo con China en sectores sensibles como infraestructura, energía, litio, transporte y telecomunicaciones. La estabilización económica de corto plazo puede pagarse con pérdida de autonomía estratégica de largo plazo. La soberanía se negocia por tramos.

En tanto Brasil enfrenta un dilema diferente. No es solo un país a disciplinar sino que es una potencia regional a integrar o a contener. Su alianza económica con China es profunda, estructural, y muy compleja de desarmar. Si Brasil se alinea con Washington, gana protagonismo y respaldo como actor regional dominante. Si no lo hace, se expone a una estrategia de desgaste económico, presión diplomática y aislamiento selectivo. Su margen de maniobra existe, pero cada vez le costará más sostenerlo.

Por su parte, México directamente pierde capacidad de elección. Su nivel de integración económica con Estados Unidos y su posición geográfica lo dejan atrapado dentro del perímetro estratégico norteamericano. Migración, narcotráfico, comercio y seguridad quedan fusionados en una misma ecuación de poder. Cada tensión política se transforma en amenaza arancelaria. Cada crisis migratoria, en presión económica. México no discute la doctrina: la padece.

El extremo del conflicto lo representa Venezuela. Su relación con potencias extra hemisféricas y su colapso institucional la convierten en un objetivo permanente de presión financiera, diplomática y naval. Ya no se apunta a una transición ordenada, sino a un desgaste prolongado. El costo no es solo venezolano: se traslada al resto de la región en forma de migración descontrolada, tensiones fronterizas e inestabilidad política.

Conjuntamente Chile, Perú, Bolivia y Argentina concentran otro eje clave de la nueva geopolítica que son los minerales críticos: litio, cobre y tierras raras. Sin esos recursos no hay transición energética ni revolución tecnológica. Por eso la presión sobre marcos regulatorios, concesiones, impuestos, políticas ambientales y cadenas de suministro será permanente. El discurso será técnico. La disputa será estratégica.

En tanto Centroamérica y el Caribe quedan definidos como zona de control operativo. Patrullaje naval, control migratorio, bases logísticas, cooperación policial y acuerdos de seguridad se multiplicarán. Gobiernos débiles recibirán asistencia a cambio de subordinación. La historia se repite, pero con mayor velocidad y menos disimulo.

En paralelo, Europa desciende en la jerarquía estratégica de Estados Unidos. Deja de ser el eje articulador del orden occidental para convertirse en socio condicionado. Se le exige que financie su propia defensa, que redefina su relación con Rusia y que se alinee sin matices. Su centralidad geopolítica se reduce. Pasa de epicentro a flanco.

En contraste, China queda confirmada como el adversario sistémico. No por su sistema político, sino por su capacidad material de construir un mundo paralelo de comercio, financiamiento, infraestructura y abastecimiento. La nueva Doctrina Monroe intentará bloquearla en el continente americano, donde Estados Unidos todavía conserva ventaja estructural.

El resultado de esta reconfiguración no es un mundo más estable. Es un mundo más rígido, más jerarquizado, más conflictivo. Un mundo de zonas cerradas, donde el comercio pierde autonomía frente a la seguridad y la diplomacia cede espacio frente a la presión directa.

Para América Latina, el dilema ya no es ideológico. Es estructural. No se trata de izquierda contra derecha. Se trata de decidir cuánta autonomía real está dispuesta a sacrificar a cambio de financiamiento, protección y estabilidad. Tres promesas que nunca llegan gratis y que rara vez son inocentes. Y además deberá evaluar cuánta presión está dispuesta a soportar si decide preservarla.

La Doctrina Monroe resurgió sin máscaras. El nuevo orden ya no se basa en reglas, sino en vigilancia y control. Y América Latina volverá a ocupar el lugar que la historia le asigna cuando el mundo se parte en bloques.