Este domingo Honduras vota presidente y la sombra que más pesa sobre su elección no es local. Es norteamericana y habla en imperativos. El presidente Donald Trump decidió intervenir en el proceso como si Tegucigalpa fuera un distrito más de su tablero global. Y esa intromisión -abierta, explícita, sin maquillaje diplomático- convierte a un comicio centroamericano en una jugada hemisférica.
Mientras que el Caribe lo ve con atención, América Latina lo siente como una advertencia. Porque cuando Trump interviene de modo tan directo, no está apoyando a un candidato: está proyectando poder.
Su apuesta en Honduras se llama Nasry “Tito” Asfura, ex alcalde capitalino y aspirante conservador del Partido Nacional. El norteamericano lo respaldó públicamente, grabó mensajes, lo señaló como su aliado y prometió cooperación preferencial si llega al poder. En un gesto todavía más inusual, insinuó incluso la posibilidad de revisar causas judiciales de figuras asociadas al narcoestado del pasado reciente. Un mensaje que resonó fuerte en las élites hondureñas.
¿Por qué tanto interés? Porque para Trump, Honduras es un triple activo.
Primero, es un punto clave para externalizar el control migratorio: un gobierno alineado significa un muro político antes de que el migrante llegue al muro físico. Segundo, es un enclave estratégico en la lucha contra redes criminales transnacionales, donde Washington busca aliados dóciles. Y tercero, es el escenario perfecto para medir cuánto poder puede proyectar su segundo mandato en América Latina.
Un triunfo de Nasry “Tito” Asfura sería presentado por el republicano como su primera victoria internacional: el retorno del sheriff al hemisferio. Y además, podría ser la puerta de entrada a un nuevo ciclo de disciplinamiento regional.
Pero Honduras no es un terreno plano. Llega a este comicio con cicatrices profundas. El fraude de 2017 -el apagón informático, la remontada estadística imposible y la reelección denunciada de Juan Orlando Hernández- dejó un sistema electoral fracturado. La OEA habló de irregularidades “graves”. Y esa herida aún no se ha cerrado.
A esto se suma que más del 60 por ciento de los hogares vive en la pobreza, las remesas sostienen la economía y los huracanes y choques externos pulverizan cualquier plan de crecimiento estable. Pero el golpe más brutal viene de la violencia en todas sus capas: la criminal que incluye maras, narco y sicariato político. Y la social, con extorsiones cotidianas, desplazamientos internos, barrios controlados y vidas marcadas por el miedo. En Honduras la violencia no es un episodio: es un ecosistema.
Es sobre ese suelo quebradizo donde se plantaron las campañas presidenciales de 2025. Prometer empleo, seguridad y normalidad suena a remedio insuficiente.
Y es en este tablero donde Trump decide pisar fuerte.
Quien hoy gobierna Honduras es Xiomara Castro, del partido Libre, una fuerza de izquierda que nació como respuesta al golpe de Estado de 2009 y que combina progresismo social, anti-neoliberalismo y una fuerte narrativa de soberanía nacional. Castro asumió en enero de 2022 prometiendo refundación, justicia histórica y el desmantelamiento definitivo del narcoestado.
En sus primeros meses logró estabilizar un país exhausto, redujo parcialmente los homicidios, reforzó programas sociales y recuperó cierto control institucional que durante años había quedado capturado por redes criminales y élites corruptas. Pero el impulso inicial se diluyó rápido.
Su coalición se fracturó antes de consolidarse, varias reformas profundas quedaron a mitad de camino y las tensiones con el sector privado erosionaron su margen de maniobra. La presidenta entrega un país que ya no está al borde del incendio, pero sí sigue siendo estructuralmente vulnerable.
La principal contendiente oficialista es Rixi Moncada, una figura técnica, disciplinada, de Estado. Ella representa la continuidad con ajustes, la promesa de corregir lo que falló sin dinamitar lo avanzado. El problema es que carga con el desgaste del gobierno de Castro. En un país donde la paciencia se rompió hace rato: continuidad suena a riesgo, no a estabilidad.
El otro competidor es Salvador Nasralla, presentador de televisión durante décadas, trasladó a la política el ritmo, el dramatismo y la estética del prime time. Anticorrupción, carismático, imprevisible. Un candidato que encarna el hartazgo puro, la ruptura emocional del votante, pero cuya volatilidad genera dudas sobre la gobernabilidad real. Para muchos, es la única salida sin volver al pasado ni abrazar el tutelaje estadounidense. Para otros, una moneda al aire.
Así, Honduras llega a votar este domingo con tres rutas posibles. Una continuidad frágil. Una restauración conservadora apalancada por Estados Unidos. O una ruptura incierta encarnada por Nasralla. Pero, más allá de nombres y colores, el verdadero conflicto es otro: autonomía o tutelaje. Estado fuerte o Estado capturado. Soberanía política o tercerización del poder.
América Latina lo entiende: lo que pase en Tegucigalpa no se queda en Tegucigalpa. Si Asfura gana con el sello Trump, Centroamérica podría entrar en un ciclo de alineamientos duros, disciplinados desde Washington. Si gana Moncada, la región verá si el progresismo tiene margen para sostener institucionalidad sin entrar en colapso. Si gana Nasralla, el continente deberá lidiar con un experimento híbrido en un territorio frágil, con consecuencias imprevisibles.
Por eso esta elección, es pequeña en geografía pero enorme en impacto. Porque por primera vez en años, Trump no opera entre líneas sino que opera de frente. Y porque Honduras, con su historia de heridas abiertas, se convirtió -otra vez- en el escenario donde se prueba hasta dónde llega el poder de Estados Unidos cuando decide dejar de disimularlo.



